Una bancarrota anunciada
Ante la catástrofe que el COVID-19 desencadenó, el Gobierno tomó medidas drásticas inteligibles, máxime, viendo las cifras de los fallecimientos y enfermos. Se comprende que en el Congreso de los Diputados se haya votado la prolongación del confinamiento durante quince días más, y lo importante que es cuando se trata de respetar dichas medidas; ya no solo para protegerse uno mismo, sino también para proteger a los otros. No cabe duda de que estas medidas exigen sacrificios, pero tampoco cabe la menor duda de que son las familias obreras las que más lo sufren.
Los fines de semana, los y las trabajadoras que siguen trabajando deben encerrarse en casa y si casualmente deciden de dar un paseo alrededor del bloque de viviendas con algún peque recalcitrante de la familia son increpados cuando no denunciados a la Policía. Sin embargo, que el lunes los mismos tengan que utilizar los transportes públicos para ir a su trabajo, confinarse con cien o doscientos compañeros –o más– en un solar, compartiendo material e incluso tareas que no pueden ser ejecutadas por una persona sola, no pasa nada, ahí no son increpados y cuando lo son es porque no rinden.
Ahí no hay suma ni solidaridad que valga; tanto el Gobierno progresista como la patronal no quieren oír nada que no sea el trabajo ante todo, en previsión, ya, de la dramática crisis económica que se avecina y a la que la patronal no podrá enfrentarse si no la “ayudamos”. Esta crisis sanitaria entiende tanto de clases, que a las cúpulas sindicales de los mayoritarios no les quedó más remedio que denunciar este jueves el millón –más o menos– de despidos individuales desde el comienzo de la crisis sanitaria, y piden al Gobierno que los “dificulte” porque hay empresas que ni se plantean la aplicación de un ERTE.
No, no estamos en guerra a pesar de los uniformados que acompañan a Fernando Simón en cada una de las últimas ruedas de prensa, y no, el personal sanitario no está en primera línea del frente, ni pertenece a ningún grupo especial, a pesar de la dicha “movilización” como en tiempos de guerra. En esta supuesta “guerra”, aunque solo sea metafórica, de poco nos sirven los aviones de combate o submarinos sofisticados con tecnologías de “última moda”; de poco nos sirve que se haya incrementado el presupuesto del ejército.
No cabe la menor duda de que las plantillas hospitalarias en general y las de urgencias en particular, cuidadoras, enfermeras, médicos, etc., harán lo imposible y trabajarán hasta el agotamiento; sin embargo, nunca han querido desempeñar el papel de héroes bélicos en bata blanca, verde o azul. Lo único que desean y reivindican son recursos materiales y humanos de los que aún no disponen.
Esta crisis sanitaria es reveladora de las desigualdades y el desprecio de clase que reina en la sociedad. Ilumina cruelmente, como lo hace en el teatro un proyector de luz blanca, el caos social y económico en el que vivimos fruto de la irresponsabilidad de los poderosos y de los que gobiernan en su nombre. Los Florentino Pérez, Amancio Ortega o Ana Patricia Botín no han ofrecido sus millones para levantar hospitales o contratar personal hospitalario, no obstante, sus empresas privadas recibirán ayudas.
El mito del Estado al servicio de todos porque el Estado somos todos o el de una patronal defendiendo el interés general, es un espejismo. Esta imagen pierde credibilidad a pesar de que algunos “Amancio Ortega”, conscientes del peligro que puede suponer esa pérdida de credibilidad, intentan escamotear la situación proporcionando puntualmente alguna ayuda que los grandes medios de comunicación se encargan de cacarear.